viernes, 18 de septiembre de 2009

Prólogo de Alejandro Tantanián al libro "La Soledad contiene tu nombre".

(No es éste un lugar indicado para abundar sobre las virtudes de un prólogo. Tampoco sabré ahondar en los defectos: simples imágenes en el espejo de la virtudes. Y no será éste un panegírico a esta rara invención de la literatura. Los prólogos, lo sabemos, se escriben a pedido o por compromiso. Y nadie me creerá si digo que este prólogo está siendo escrito por propia voluntad y por absoluto placer. Claro que el placer de un texto se cifra para el que escribe y no para el que lee. No aspiro a que el placer sea parte de la lectura de este prólogo. Usted, el que lee, sienta lo que quiera frente a él. Él sabrá soportar sus sentimientos.)

En el principio fue el silencio: primer aliento de la creación.

Del barro, materia fértil, surge el primer hombre. El golem primigenio, la semilla de la raza. Y del lábil elemento, de aquel ser de barro, nace la palabra: entre los intersticios del silencio. Lenta, segura, se va difundiendo por los pliegues del tiempo: un extraño instrumento, arma homicida del silencio. Los arcanos del tiempo demuelen lentamente el peso de los siglos y alrededor de una pira sacrificial se agitan hombres bañados en sangre, atravesados por el grito, ofrendando su palabra a la divina procreación. Uno de los oficiantes del rito se separa y dice. Nacen, entonces, los que escuchan. Otros, más tarde, emulando a aquel que dijo, repetirán las palabras. Y habrá uno que, alejándose nuevamente del grupo, cifrará sus letras sobre el papel.

La humanidad entera trabaja para condenar el silencio.

Hoy, cuando las palabras se han gastado, hay algunos que en el exilio del papel, intentan pulir lentamente las roídas superficies del lenguaje, para entregar, con mano alzada, en bello gesto, las mismas e idénticas palabras que aquellos hombres pronunciaron frente a la sangre derramada.

Ignacio Javier Olguin escribe así.

Alejandro Tantanian

Buenos Aires, Barrio de Belgrano,

Febrero de 2009

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